Solo eran enormes montones de tierra y piedra fina que se erguían como pequeñas
montañas en pleno centro del poblado. Otros, en el nacimiento de los caminos
principales, guiaban el paso de los caminantes.
Todas
las tardes dichos lugares se poblaban de niños que subían y bajaban,
alborozados, imaginando divertidos mundos y escenarios fantásticos para sus
aventuras, que se encontraban ahí, a unos metros de sus casas.
Estos
montecillos, a lo lejos, también servían como punto de referencia para los que
transitaban a pie los caminos viejos del caluroso valle a mediados del siglo
veinte.
Durante
la época de lluvias se vestían de verde contrastando con las áridas calles de
la población. Entonces, el sonido característico de los insectos y otras
pequeñas especies que sobre ellos vivían se dejaba oír, hasta muy lejos,
durante la tarde y la noche.
Los
visitantes eran invitados a subir a ellos para observar una buena vista sobre
todo el valle de Ixcaquixtla. Eran un
práctico mirador natural.
También
fueron escenario de leyendas de aparecidos, crímenes y episodios sangrientos.
Pero el olvido y la ignorancia hicieron que
unas mentes torpes ejecutaran su destrucción, sin respetar su utilidad ni sus
siglos de existencia. Se impuso la inconciencia para permitir que las enormes
máquinas de los constructores los arrasaran y después trasladaran lejos sus
materiales.
“Triple
utilidad” –dijeron- “servirán para rellenar caminos. Además, los terrenos
despejados servirán para hacer construcciones útiles y finalmente el pueblo mejorará,
porque nos quitaremos de enfrente unos montecillos feos, propios de un pueblo
atrasado, que solo sirven para ser nido de alimañas,”
Lastimosamente,
entre las fauces de acero de las excavadoras, que arrasaban y rompían las
construcciones, emergieron vestigios asombrosos de una cultura milenaria:
Vasijas, esculturas de piedra, collares de jade, huesos labrados, cámaras
mortuorias decoradas con extrañas figuras y colores luminosos.
Y
así fue como la gente del pueblo supo que esas pequeñas colinas donde jugaban
sus hijos eran tumbas, templos, lugares sagrados, hechuras de hombres
civilizados, desconocidos para nosotros, pero que representaban un pasado digno
y motivo de orgullo para sus descendientes. Asombrados, los adultos y los niños
de ese entonces, sentimos que algo de esos antiguos hombres habíamos heredado.
Aun así, no todos sintieron dolor
por la herencia perdida. Para muchos solo fueron testigos mudos de un pasado oprobioso que
delataban nuestra raíz indígena, algo innombrable entre la población desculturizada.
El paso del tiempo se impone y nos dice que el daño hecho ya no tiene remedio pero la memoria colectiva nos dice
que todo esto fueron nuestros teteles.