domingo, 3 de febrero de 2013

LA HERENCIA PERDIDA


Solo eran enormes montones de tierra  y piedra fina que se erguían como pequeñas montañas en pleno centro del poblado. Otros, en el nacimiento de los caminos principales, guiaban el paso de los caminantes.
Todas las tardes dichos lugares se poblaban de niños que subían y bajaban, alborozados, imaginando divertidos mundos y escenarios fantásticos para sus aventuras, que se encontraban ahí, a unos metros de sus casas.
Estos montecillos, a lo lejos, también servían como punto de referencia para los que transitaban a pie los caminos viejos del caluroso valle a mediados del siglo veinte.
Durante la época de lluvias se vestían de verde contrastando con las áridas calles de la población. Entonces, el sonido característico de los insectos y otras pequeñas especies que sobre ellos vivían se dejaba oír, hasta muy lejos, durante la tarde y la noche.
Los visitantes eran invitados a subir a ellos para observar una buena vista sobre todo el valle de Ixcaquixtla. Eran  un práctico mirador natural.
También fueron escenario de leyendas de aparecidos, crímenes  y episodios sangrientos.
 Pero el olvido y la ignorancia hicieron que unas mentes torpes ejecutaran su destrucción, sin respetar su utilidad ni sus siglos de existencia. Se impuso la inconciencia para permitir que las enormes máquinas de los constructores los arrasaran y después trasladaran lejos sus materiales. 
“Triple utilidad” –dijeron- “servirán para rellenar caminos. Además, los terrenos despejados servirán para hacer construcciones útiles y finalmente el pueblo mejorará, porque nos quitaremos de enfrente unos montecillos feos, propios de un pueblo atrasado, que solo sirven para ser nido de alimañas,”
            Lastimosamente, entre las fauces de acero de las excavadoras, que arrasaban y rompían las construcciones, emergieron vestigios asombrosos de una cultura milenaria: Vasijas, esculturas de piedra, collares de jade, huesos labrados, cámaras mortuorias decoradas con extrañas figuras y colores luminosos.
Y así fue como la gente del pueblo supo que esas pequeñas colinas donde jugaban sus hijos eran tumbas, templos, lugares sagrados, hechuras de hombres civilizados, desconocidos para nosotros, pero que representaban un pasado digno y motivo de orgullo para sus descendientes. Asombrados, los adultos y los niños de ese entonces, sentimos que algo de esos antiguos hombres habíamos heredado.
            Aun así, no todos sintieron dolor por la herencia perdida. Para muchos solo fueron   testigos mudos de un pasado oprobioso que delataban nuestra raíz indígena, algo innombrable entre la población desculturizada.
El paso del tiempo se impone y nos dice que el daño hecho ya no tiene remedio pero la memoria colectiva nos dice que todo esto fueron nuestros teteles.

J. Salvador Jiménez,   mayo de 2005.


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